Desde el principio, el nazismo establecería una concepción dirigista de la Cultura. Durante el Tercer Reich el Estado se convirtió prácticamente en una productora por derecho propio, que supervisaba las películas desde la ideación hasta las etapas finales en el montaje, a partir de un intrincado sistema de organizaciones con el fin de que la labor “purificadora” de la censura no apareciera como una forma negativa de sancionar y prohibir. En la estructura creada por Goebbels, intervenía tanto la censura preliminar, ejecutada a partir de la planificación de los proyectos y el control del guión, como la post-censura (cortes, refilmaciones y otros cambios en películas ya rodadas). Todo este sistema fue convenientemente legalizado, si bien no existió un criterio uniforme respecto a la censura, y cada película quedaba sometida a los criterios personalistas. En su parte más representativa, el cine nazi quiso mostrar una visión de la mujer en que la felicidad radicaba en su reclusión en casa, privada de sus impulsos emocionales y sensuales, vestida sin los símbolos sexuales habituales y preparada para la reproducción de niños varones. La Alemania nazi crea así una fábrica de sueños que, ejerciendo un fuerte control ideológico en los proyectos, también permite la aparición de fisuras y contradicciones, tal como se podrá observar en la filmación erótica de las mujeres o en la fascinación que siempre les generó el cine americano. Las contradicciones sobre el erotismo acaban reflejando la arbitrariedad de la censura personalizada bajo la mirada de Goebbels.
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